martes, 28 de julio de 2009

El final


Subir otro escalón no supondría más que acercarme a la verdad. ¿Y qué era lo que deseaba sino? ¿Aquello que tanto había ansiado durante años? ¿No era acaso la verdad?. Pensaba seriamente, con cada paso, dar otro atrás. Quizás esto nos diera tiempo, nos ayudaría a recuperar todos los momentos que perdimos. Quizás así se retrasase la última gota de la clepsidra de nuestra era. Pero ciertamente podría retornar todo el camino para volver a lanzarme hacia él, y seguiría sabiendo que no iba a volver; mejor dicho, que no estaba allí, esperándome, tal y como había prometido. ¿Pero por qué tan certera suposición no hacía razonar entonces a mi mente? ¿Por qué seguía insistiendo, a pesar de todas las mentiras? Si había mentido sobre lo de fumar, lo de beber, drogas, mujeres. Si fue capaz de decirme que me quería aún siendo como él era… ¿por qué seguía yo obstinándome? Porque persistiría allí siempre. A pesar de que ese cuarto al que me dirigía estuviese vacío y me rompiese el corazón, a pesar de todos sus defectos, de que le gustase “ el canto del loco” o “el diario de Patricia”, él estaría en mí. Y sabría al no encontrarlo esperando, tal y como prometió, que nunca podría odiarlo, pues cada minuto de aquellos años sería, pasase lo que pasase, sólo de él. Entonces, a apenas dos escalones de la puerta, freno en seco. Reflexiono, ¿y si ciertamente no está?. Lo detestaré para siempre, y me odiaré más a mí misma por no saber guardarle rencor. Nublaré mis recuerdos y haré del ideal que tengo una efímera mezcla de aversiones que realmente no siento. Encontraré en mi lamento la infelicidad de un final equívoco. Puede, pienso, que sea mejor, simplemente, que no haya final. De este modo, fue como preferí dar media vuelta, ignorando la puerta y lo que había detrás de ella, después de todo…él nunca me querría.

jueves, 23 de julio de 2009

El Olvido


Desde que mamá se había ido papá ahogaba sus penas todos los viernes en alcohol. Buscaba, o eso creía, la felicidad en el fondo de algún vaso poco pulcro de un cutre antro donde se lo sirvieran barato. Solía avergonzarme, o al menos al principio de esta costumbre, el tener que ir a buscarlo e intentar, la mayoría de veces en vano, que dejase de cantar, gritar, insultar a alguien, pelearse, o cualquiera de sus muchas formas de hacer el ridículo. A pesar de su más que evidente problema, aquella persona defectuosa y desgastada en la que se había convertido mi padre seguía resultándome inevitablemente entrañable. Probablemente, pienso ahora, sea porque nunca, a pesar de esta adicción suya, me faltó comida encima de la mesa. Sólo a veces, cuando yo veía complicarse esta situación, escondía algo del dinero de su cartera bajo mi colchón. Los martes y los jueves, días en que papá salía antes de trabajar, cenábamos juntos y, no voy a decir que me contaba historias y aventuras como hacían muchos padres, pero lograba divertirme. Los viernes simplemente me narraba mentiras de borracho, eso si, muy trabajadas. Una vez, recuerdo, le pregunté si de verdad creía que la solución a nuestros problemas, la felicidad que tanto ansiaba, se encontraba en el fondo de una botella. –No- me dijo-…pero yo me conformo con que en alguna esté tu madre…-. Pero los dos sabíamos que mamá no volvería, por eso él se molestó tanto durante los siguientes años en que yo no me pareciese en nada a ella.- Era una puta y una egoísta-solía decir, supongo que intentando convencerse a sí mismo de que la odiaba. Pero nadie guarda en la cartera una foto de alguien al que odia. Por aquel entonces, yo detestaba a Elena Suárez, que estaba en mi misma clase, y no se me ocurría guardar fotos de ella ni en la cartera, ni bajo la almohada, ni llorarle los viernes en soledad. Una vez se me ocurrió la disparatada idea de decirle a papá que no entendía por qué decía que la odiaba. Por suerte era martes, uno de sus días serenos, así que pensó mientras, con parsimoniosa cautela, sacaba de su boca el humo del cigarrillo:
-Sabes quién es Benjamín Jarnes?- negué con la cabeza- Una vez dijo “Hay ocasiones en que cuantos nos rodean no merecen sino un poco de comedia. Seamos, entonces, un poco farsantes”.

Lo cierto es que no entendía lo que papá había querido decir, pero por su francamente serio tono, no tuve el valor de volver a preguntárselo. Así, al llegar a los 14, me había adaptado ya al cambio de papeles que había surgido entre mi padre y yo y como me convertí en la responsable de sus actos, me logré acostumbrar a sus puestas en ridículo en el bar, en cómo contaba, viernes tras viernes, el hecho de que su mujer hubiera abandonado a su propia hija y a su marido por un extranjero, y conseguía mi padre así que volvieran a mi mente las maletas, aquellas maletas, y la manera en que mi madre se despidió de mi logrando no sólo que no la odiase, sino que, durante años, sintiese que la culpable de aquel abandono había sido yo. Por eso, cuando años después volví a verla con las maletas a la puerta de la casa que un día había dejado vacía de cariño y llena de desalmada soledad, a mi padre, mentor del odio que yo jamás había sido capaz de sentir, no le extrañó que con crudeza fuera yo la que cerrara la puerta con un frío “seamos, entonces, un poco farsantes” y la dejase fuera.