miércoles, 13 de enero de 2010

Fallen angel


Recordar el día en que le conocí no es ni será difícil jamás. Hay ciertas cosas que nunca se olvidan. El encontrar en el harapiento patio de nuestra antigua casa a un extraño, cuando esta palabra hace énfasis en su concepto, entre las hojas que un amargo otoño arrancó de los árboles, queda grabado a fuego en la cabeza de una joven que aún por aquel entonces mantenía la razón y la endereza. Y permanece el recuerdo indeleble todavía.

Fue desconcertante su áfono ruego. Aún con los labios próximos al suelo, pidió aquel forastero no un vaso de agua, ni cobijo, ni una manta o el calor de un hogareño fuego. No. Tan sólo al oírme llegar y sin mirarme en ningún momento, me rogó le cortase las alas. -Despréndeme de ellas- imploró entre sollozos. No es que aquellas blancas y enormes alas en su lomo, entonces mojadas por la lluvia y parcialmente embarradas, no llamasen la atención, pero no me percaté de su presencia hasta que el desconocido balbuceó la absurda suplica.

Supongo, ahora que reflexiono fríamente, años después, que me quedé largos minutos mirando abrumada aquellas enormes alas. Recuerdo perfectamente la inserción en la espalda, y como la piel se fusionaba con plumas blanquecinas. Observé, con todo detalle, como unas venas palpitaban al inicio de dicha extremidad. Y después de este análisis al extraño, le ayudé a incorporarse y entramos en casa.