lunes, 16 de noviembre de 2015

Prometimos que viviríamos en la casa de Bilbo Bolson.

Someone like you

Hace unos días Paris fue víctima de unos terribles atentados, y yo no pude más que encontrarlo fríamente irónico. Paris fue aquella ciudad en la que deposité mi alma y todos los recuerdos ligados a ti. Donde puse mi corazón. El lugar que por primera vez visitamos juntos, el viaje perfecto, lleno de paseos por El Sena, y donde volveríamos tarde o temprano, porque era nuestro. Paris siempre olerá a ti. Y hace unos días Paris se rompió, conmocionando al mundo, y a mí, que no pude más que llorarlo en silencio. Ni siquiera me atreví a opinar, porque pensar en esa ciudad es pensar en ti y es, ahora, pensar en triste. Te sorprenderá que te diga que no me permito llorar, tú que me has visto hacerlo con anuncios de Coca-cola, cuando Chaedler le pide matrimonio a Mónica,  cuando Eowyn mata al Nazgul por su padre o en las cien mil quinientas veces que hemos visto juntos los 3 primeros minutos de Up. Pero eso sólo son tonterías, y una puede darse el lujo de llorar por tonterías. Cuando estás mal realmente, cuando todo es gris y el problema es serio, cuando quieres tumbarte en la cama y que los días tan sólo pasen de largo, entonces tienes que ser fuerte, y no puedes llorar, porque eso terminaría por derrumbarte. Es difícil, no voy a decir que no, y me siento fuerte, más fuerte que nunca, porque no pensé que pudiera seguir respirando una vez acabases conmigo. Pero la vida sigue, y el consuelo más fuerte que me queda es pensar que no salgas del todo de ella. Sigues siendo ese pilar fundamental que da sentido a las cosas, el único que va a entender mis ataques de nervios, que en su día te prometí controlar. El único con el que compartir nuestra afición por el buen cine, por viajar, el que me enseñe historia con tanta paciencia, que aguante todas mis innumerables manías, me haga los coros con las canciones de Disney y apague mis monólogos con un beso. Siento escribir esto, pero siempre has sabido que escribir es mi mejor manera de desahogarme, mi propia terapia para el alma. Qué más puedo decir, siempre nos quedará Paris.

jueves, 3 de septiembre de 2015

El empeño

Sus fuerzas se fueron desvaneciendo lentamente, como una fina capa de polvo que levanta una mano al deslizarse. Hoy le es casi imposible recordar al hombre del que se enamoró. Las caricias, esas miradas que hicieron se sintiera deseada, los detalles con los que la conquistó, como aquel barco de papel enjaulando la promesa de protegerla siempre. Sí recuerda sin embargo sus ganas de volar, y aquel miedo que la había abrazado siempre, ese temor a quedarse sola. No es su culpa, se repite. He de ser comprensiva, se convence.
Con 32 años comenzó a quedarse ciego. Aquel amante imbatible de la lectura, adicto al cine e inversor de horas en museos. Fue rápido. A los pocos meses sus ojos sólo eran aptos para llorar, mientras ella incansable trataba de secarlos.  Veía sombras, según decía. Y las sombras le torturaban bajo la máscara de la esperanza, burlándole, haciéndole ver obstáculos inexistentes, abrigando la ilusión de no perder completamente aquel sentido. Se convirtieron en sus aliadas y su mayor enemigo al mismo tiempo. Dejó su empleo, o éste le abandonó a él, y pasaba los días en casa, escondido, con un pánico incontrolable a salir a la calle. Podrían verle confuso, guiándose con el tacto de las paredes, sin saber volver a su casa, o incluso tropezar y caer. Podrían robarle aprovechándose de su estado. No estaba preparado. Ni siquiera abría la puerta al cartero. Únicamente esperaba, la esperaba a ella. Fue durante años su único refugio, ella le leía por la noches, le llevaba a pasear, le ayudaba con el braille, con el bastón. Colocó hilos por toda la casa para guiarle. Se encargaba de todas las tareas de la casa. Le abrazaba, consolaba, le amaba. Le deseaba como el primer día, y por la mañana, volvía a trabajar. Nunca salió de aquellos tiernos labios ni una sola queja, y eso le frustraba aún más. El sentirse tan dependiente e imposibilitado, y especialmente tan asustado, le hacía enfurecer. Si ella decidía irse, su mundo se caía. Tuvo que empeñarse en cortar las alas de las que se había enamorado.
Aquel terrible miedo le dio tregua un penoso día. El mismo en que comenzó a beber. Solo o con amigos, daba igual. El alcohol mitigaba el dolor, todos los males se desvanecían. Aparecía tirado en las aceras, perdido en callejones, y ella…Ella limpiaba los vómitos, recibía llamadas de desconocidos para que fuese a buscar a “un ciego borracho”, pasaba noches en vela tratando de darle caza y en su tiempo libre, lloraba. Lloraba sola y sin consuelo por no poder hacer desaparecer el sufrimiento de su marido. “Sé comprensiva, él sufre”, se decía.
Una de esas noches en las que él llega ebrio y ella espera pacientemente discuten. Porque todas las velas se han consumido en la casa y él no es capaz de verlo, y la única manera que tuvo de saber que su mujer lloraba fue con aquel golpe. Ahora sí, se hace el silencio y cambian los papeles. Ella está asustada y él cae al suelo entre lágrimas, consciente del error, ruega perdón. Duermen abrazados hasta que amanece, él palpa la cama y ella no está.
-Te vas, ¿verdad?
-Nos vamos, los dos. Vamos a conseguir que te cures.
-Cariño, no voy a recuperar la vista, ya oíste a los médicos.

-No es la vista de lo que estoy hablando. Puedo ser los ojos de un hombre ciego, pero no la razón de un loco. Y el de la pasada noche, el de las pasadas doscientas noches, no estaba cuerdo. Así que nos vamos. En las maletas sólo hay ropa y libros. Te voy a llevar a oler los bosques de Noruega, que pruebes su miel y sientas su frío en la piel. Que palpes la nieve. Que percibas el viento en un trineo guiado por perros, que adviertas que existe mucha vida más allá de lo que sólo puedas ver. Voy a describirte la aurora boreal con todos los detalles, y a cantarte como es un amanecer a las doce de la noche. Y cuando descubras lo maravillosa que aún es la vida, cuando te sientas con fuerzas para comerte el mundo, volveremos.

lunes, 2 de febrero de 2015

Sorna

Hacía tiempo que se sabía abrumada por aquella ironía, aunque en aquella mañana era el peso de la angustia el que le impedía levantarse. Debería sentirse feliz, al fin y al cabo, si gran parte de este mundo no consigue querer a una persona de verdad.

Quizás debido a su seguridad, llámenlo arrogancia, o quizás como una lección imperiosa que aprender, tuvo que ceder y aplaudir aquella jugada de la vida, pareciéndole que se reía de ella mientras la apuntaba con el índice.
Aún no sabía atarse los cordones y ya mostraba una decidida perseverancia. Cada determinación se volvía inapelable, y acogía dentro una seriedad propia de los más adultos. No es de extrañar pues, que aunque de forma juguetona y dulce, siempre hiciera notar sus opiniones  y, gran número de veces, las convirtiera en norma.

Habría querido, esa mañana, regresar al pasado y decirse a sí misma “nunca digas de este agua no beberé”. Cuántas veces había reprobado las acciones de otros bajo el sencillo lema de “no haces eso si estás enamorado de alguien”. ¿Cómo entonces? ¿O por qué? ¿Quién iba a esperar conocerle en ese momento de su vida, cuando todos los nudos estaban ya más que atados, cuando los planes de futuro eran hechos del presente? “Resulta que sí es posible querer a dos personas al mismo tiempo” pensó aún apoyada en la almohada. Venía negándoselo desde hacía meses, con la inocente certeza de que, al no admitirlo, no había pecado. Y sin embargo estaba enganchada. Sonreía al teléfono si él le escribía, le brillaban los ojos cuando la llamaba, y era consciente de que no podía dejar de tomar aquel inocente café con él. Quería a su marido, era algo innegable, palpable. Aún le daban escalofríos cuando su esposo la tocaba, y sabía con convencimiento que quería que fuera él el que la hacía enloquecer entre las sábanas. Entonces, ¿por qué seguía “el otro” en su cabeza?

Entra en la ducha temblando de nervios. Todo es inconsciente porque toda la lucidez de la que dispone la abarca él. Hace meses que esta historia empezó, y no hay nada que contar. Al advertir la situación, simplemente lo aceptó. Podía querer a dos personas, pero no engañarlas. De modo que eligió, no sin aflicción, pues fue una de las pruebas más difíciles de su vida, y se prometió dejar que “el otro” siguiera su camino. Durante meses trató de hacerse a la idea de que él encontrara otra, de alegrarse por su felicidad cuando se diera.

Se maquilló los ojos, hacía tiempo que no se los arreglaba así, y se pintó los labios, porque hay ciertas cosas que no pueden decirse con los labios al desnudo. Las doce y media. Aún quedaba media hora para su encuentro. Repetía una y otra vez lo que quería decirle, de diferentes formas, que al final siempre se resumían en lo mismo. No se quedaba en blanco ante el espejo, como lo había hecho ante él. No le temblaba la voz, como la noche anterior. Cada palabra era el reflejo de la certeza y la determinación, cada frase era indispensable. Sabía lo que quería decirle, y se lo tenía que decir.

Baja en el ascensor. No suele hacerlo, y es el reflejo de los nervios lo que impulsa a cambiar ese día. Recuerda la noche anterior, las presentaciones, la cena, y a ella. “Serenidad”, se había dicho, y mantuvo la compostura cual mujer prudente que se considera, hasta que les vio abrazarse, y él miraba a aquella extraña como la había mirado a ella meses atrás. Se besan, y duda que pueda el corazón pesar tanto como lo percibe. La angustia en el pecho la ahoga. Se moja los labios, y pestañea con parsimonia antes de salir del bar. Segundo cigarrillo de su vida, tras aquel susto con el corazón de papá.

El timbre del ascensor al llegar abajo interrumpe sus pensamientos. Se enjuaga los ojos, adiós al maquillaje. Y en su mente de nuevo las palabras que tiene que decir, que él tiene que oír. ¿Por qué no fue capaz a decirlo anoche? De nuevo se ve delante de aquel bar, y llueve a mares. El chaparrón le corre por la cara y sin embargo le parece imperceptible.

-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás aquí?

Se queda muda. Aquello sí que era impropio de ella. Doña “Siempre sé qué decir”. Señorita “Sin pelos en la lengua”. No puede más que mirarle, pero apreciando de verdad, penetrando en sus ojos para sentirse dentro de él, porque en ese momento es lo único que quiere. Y allí, en aquella frágil penumbra, su torpe ternura no es capaz a explicarle que no son gotas de lluvia lo que resbalan por sus mejillas.


Diez minutos para que él llegue. Compra un café; no, mejor un zumo. Ya está suficientemente inquieta. Aquella foto en la cartera le recuerda su elección, y detrás de ésta se esconden mil motivos. Fue una decisión que tomó con meditación. Una lista de pros y contras en medio de la noche, ¡qué típico de ella! No deben disponerse los juicios en un impulso. “No es justo”, piensa. Cierra la cartera, y una mano juguetona le tira del pelo. Se van todas aquellas frases memorizadas, se esfuman las palabras acordadas. Una sonrisa amistosa, porque les quiere demasiado para ser tan egoísta. Porque sabe que no concebiría su vida sin alguno de los dos. “No se lo deseo a nadie” se dice.