Hacía tiempo que se sabía abrumada por aquella ironía,
aunque en aquella mañana era el peso de la angustia el que le impedía
levantarse. Debería sentirse feliz, al fin y al cabo, si gran parte de este
mundo no consigue querer a una persona de verdad.
Quizás debido a su seguridad, llámenlo arrogancia, o quizás
como una lección imperiosa que aprender, tuvo que ceder y aplaudir aquella
jugada de la vida, pareciéndole que se reía de ella mientras la apuntaba con el
índice.
Aún no sabía atarse los cordones y ya mostraba una decidida
perseverancia. Cada determinación se volvía inapelable, y acogía dentro una
seriedad propia de los más adultos. No es de extrañar pues, que aunque de forma
juguetona y dulce, siempre hiciera notar sus opiniones y, gran número de veces, las convirtiera en
norma.
Habría querido, esa mañana, regresar al pasado y decirse a
sí misma “nunca digas de este agua no beberé”. Cuántas veces había reprobado
las acciones de otros bajo el sencillo lema de “no haces eso si estás enamorado
de alguien”. ¿Cómo entonces? ¿O por qué? ¿Quién iba a esperar conocerle en ese
momento de su vida, cuando todos los nudos estaban ya más que atados, cuando
los planes de futuro eran hechos del presente? “Resulta que sí es posible
querer a dos personas al mismo tiempo” pensó aún apoyada en la almohada. Venía
negándoselo desde hacía meses, con la inocente certeza de que, al no admitirlo,
no había pecado. Y sin embargo estaba enganchada. Sonreía al teléfono si él le
escribía, le brillaban los ojos cuando la llamaba, y era consciente de que no
podía dejar de tomar aquel inocente café con él. Quería a su marido, era algo
innegable, palpable. Aún le daban escalofríos cuando su esposo la tocaba, y
sabía con convencimiento que quería que fuera él el que la hacía enloquecer
entre las sábanas. Entonces, ¿por qué seguía “el otro” en su cabeza?
Entra en la ducha temblando de nervios. Todo es inconsciente
porque toda la lucidez de la que dispone la abarca él. Hace meses que esta
historia empezó, y no hay nada que contar. Al advertir la situación,
simplemente lo aceptó. Podía querer a dos personas, pero no engañarlas. De modo
que eligió, no sin aflicción, pues fue una de las pruebas más difíciles de su
vida, y se prometió dejar que “el otro” siguiera su camino. Durante meses trató
de hacerse a la idea de que él encontrara otra, de alegrarse por su felicidad
cuando se diera.
Se maquilló los ojos, hacía tiempo que no se los arreglaba
así, y se pintó los labios, porque hay ciertas cosas que no pueden decirse con
los labios al desnudo. Las doce y media. Aún quedaba media hora para su
encuentro. Repetía una y otra vez lo que quería decirle, de diferentes formas,
que al final siempre se resumían en lo mismo. No se quedaba en blanco ante el
espejo, como lo había hecho ante él. No le temblaba la voz, como la noche
anterior. Cada palabra era el reflejo de la certeza y la determinación, cada
frase era indispensable. Sabía lo que quería decirle, y se lo tenía que decir.
Baja en el ascensor. No suele hacerlo, y es el reflejo de
los nervios lo que impulsa a cambiar ese día. Recuerda la noche anterior, las
presentaciones, la cena, y a ella. “Serenidad”, se había dicho, y mantuvo la
compostura cual mujer prudente que se considera, hasta que les vio abrazarse, y
él miraba a aquella extraña como la había mirado a ella meses atrás. Se besan,
y duda que pueda el corazón pesar tanto como lo percibe. La angustia en el
pecho la ahoga. Se moja los labios, y pestañea con parsimonia antes de salir
del bar. Segundo cigarrillo de su vida, tras aquel susto con el corazón de
papá.
El timbre del ascensor al llegar abajo interrumpe sus
pensamientos. Se enjuaga los ojos, adiós al maquillaje. Y en su mente de nuevo
las palabras que tiene que decir, que él tiene que oír. ¿Por qué no fue capaz a
decirlo anoche? De nuevo se ve delante de aquel bar, y llueve a mares. El
chaparrón le corre por la cara y sin embargo le parece imperceptible.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás aquí?
Se queda muda. Aquello sí que era impropio de ella. Doña “Siempre
sé qué decir”. Señorita “Sin pelos en la lengua”. No puede más que mirarle,
pero apreciando de verdad, penetrando en sus ojos para sentirse dentro de él,
porque en ese momento es lo único que quiere. Y allí, en aquella frágil
penumbra, su torpe ternura no es capaz a explicarle que no son gotas de lluvia lo
que resbalan por sus mejillas.
Diez minutos para que él llegue. Compra un café; no, mejor
un zumo. Ya está suficientemente inquieta. Aquella foto en la cartera le
recuerda su elección, y detrás de ésta se esconden mil motivos. Fue una decisión
que tomó con meditación. Una lista de pros y contras en medio de la noche, ¡qué
típico de ella! No deben disponerse los juicios en un impulso. “No es justo”,
piensa. Cierra la cartera, y una mano juguetona le tira del pelo. Se van todas
aquellas frases memorizadas, se esfuman las palabras acordadas. Una sonrisa
amistosa, porque les quiere demasiado para ser tan egoísta. Porque sabe que no
concebiría su vida sin alguno de los dos. “No se lo deseo a nadie” se dice.