Sus fuerzas se fueron desvaneciendo lentamente, como una
fina capa de polvo que levanta una mano al deslizarse. Hoy le es casi imposible
recordar al hombre del que se enamoró. Las caricias, esas miradas que hicieron
se sintiera deseada, los detalles con los que la conquistó, como aquel barco de
papel enjaulando la promesa de protegerla siempre. Sí recuerda sin embargo sus
ganas de volar, y aquel miedo que la había abrazado siempre, ese temor a
quedarse sola. No es su culpa, se repite. He de ser comprensiva, se convence.
Con 32 años comenzó a quedarse ciego. Aquel amante imbatible
de la lectura, adicto al cine e inversor de horas en museos. Fue rápido. A los
pocos meses sus ojos sólo eran aptos para llorar, mientras ella incansable
trataba de secarlos. Veía sombras, según
decía. Y las sombras le torturaban bajo la máscara de la esperanza, burlándole,
haciéndole ver obstáculos inexistentes, abrigando la ilusión de no perder
completamente aquel sentido. Se convirtieron en sus aliadas y su mayor enemigo
al mismo tiempo. Dejó su empleo, o éste le abandonó a él, y pasaba los días en
casa, escondido, con un pánico incontrolable a salir a la calle. Podrían verle
confuso, guiándose con el tacto de las paredes, sin saber volver a su casa, o
incluso tropezar y caer. Podrían robarle aprovechándose de su estado. No estaba
preparado. Ni siquiera abría la puerta al cartero. Únicamente esperaba, la
esperaba a ella. Fue durante años su único refugio, ella le leía por la noches,
le llevaba a pasear, le ayudaba con el braille, con el bastón. Colocó hilos por
toda la casa para guiarle. Se encargaba de todas las tareas de la casa. Le
abrazaba, consolaba, le amaba. Le deseaba como el primer día, y por la mañana,
volvía a trabajar. Nunca salió de aquellos tiernos labios ni una sola queja, y
eso le frustraba aún más. El sentirse tan dependiente e imposibilitado, y
especialmente tan asustado, le hacía enfurecer. Si ella decidía irse, su mundo
se caía. Tuvo que empeñarse en cortar las alas de las que se había enamorado.
Aquel terrible miedo le dio tregua un penoso día. El mismo
en que comenzó a beber. Solo o con amigos, daba igual. El alcohol mitigaba el
dolor, todos los males se desvanecían. Aparecía tirado en las aceras, perdido
en callejones, y ella…Ella limpiaba los vómitos, recibía llamadas de
desconocidos para que fuese a buscar a “un ciego borracho”, pasaba noches en
vela tratando de darle caza y en su tiempo libre, lloraba. Lloraba sola y sin
consuelo por no poder hacer desaparecer el sufrimiento de su marido. “Sé
comprensiva, él sufre”, se decía.
Una de esas noches en las que él llega ebrio y ella espera
pacientemente discuten. Porque todas las velas se han consumido en la casa y él
no es capaz de verlo, y la única manera que tuvo de saber que su mujer lloraba
fue con aquel golpe. Ahora sí, se hace el silencio y cambian los papeles. Ella
está asustada y él cae al suelo entre lágrimas, consciente del error, ruega
perdón. Duermen abrazados hasta que amanece, él palpa la cama y ella no está.
-Te vas, ¿verdad?
-Nos vamos, los dos. Vamos a conseguir que te cures.
-Cariño, no voy a recuperar la vista, ya oíste a los
médicos.
-No es la vista de lo que estoy hablando. Puedo ser los ojos
de un hombre ciego, pero no la razón de un loco. Y el de la pasada noche, el de
las pasadas doscientas noches, no estaba cuerdo. Así que nos vamos. En las
maletas sólo hay ropa y libros. Te voy a llevar a oler los bosques de Noruega,
que pruebes su miel y sientas su frío en la piel. Que palpes la nieve. Que
percibas el viento en un trineo guiado por perros, que adviertas que existe
mucha vida más allá de lo que sólo puedas ver. Voy a describirte la aurora
boreal con todos los detalles, y a cantarte como es un amanecer a las doce de
la noche. Y cuando descubras lo maravillosa que aún es la vida, cuando te
sientas con fuerzas para comerte el mundo, volveremos.