jueves, 3 de septiembre de 2015

El empeño

Sus fuerzas se fueron desvaneciendo lentamente, como una fina capa de polvo que levanta una mano al deslizarse. Hoy le es casi imposible recordar al hombre del que se enamoró. Las caricias, esas miradas que hicieron se sintiera deseada, los detalles con los que la conquistó, como aquel barco de papel enjaulando la promesa de protegerla siempre. Sí recuerda sin embargo sus ganas de volar, y aquel miedo que la había abrazado siempre, ese temor a quedarse sola. No es su culpa, se repite. He de ser comprensiva, se convence.
Con 32 años comenzó a quedarse ciego. Aquel amante imbatible de la lectura, adicto al cine e inversor de horas en museos. Fue rápido. A los pocos meses sus ojos sólo eran aptos para llorar, mientras ella incansable trataba de secarlos.  Veía sombras, según decía. Y las sombras le torturaban bajo la máscara de la esperanza, burlándole, haciéndole ver obstáculos inexistentes, abrigando la ilusión de no perder completamente aquel sentido. Se convirtieron en sus aliadas y su mayor enemigo al mismo tiempo. Dejó su empleo, o éste le abandonó a él, y pasaba los días en casa, escondido, con un pánico incontrolable a salir a la calle. Podrían verle confuso, guiándose con el tacto de las paredes, sin saber volver a su casa, o incluso tropezar y caer. Podrían robarle aprovechándose de su estado. No estaba preparado. Ni siquiera abría la puerta al cartero. Únicamente esperaba, la esperaba a ella. Fue durante años su único refugio, ella le leía por la noches, le llevaba a pasear, le ayudaba con el braille, con el bastón. Colocó hilos por toda la casa para guiarle. Se encargaba de todas las tareas de la casa. Le abrazaba, consolaba, le amaba. Le deseaba como el primer día, y por la mañana, volvía a trabajar. Nunca salió de aquellos tiernos labios ni una sola queja, y eso le frustraba aún más. El sentirse tan dependiente e imposibilitado, y especialmente tan asustado, le hacía enfurecer. Si ella decidía irse, su mundo se caía. Tuvo que empeñarse en cortar las alas de las que se había enamorado.
Aquel terrible miedo le dio tregua un penoso día. El mismo en que comenzó a beber. Solo o con amigos, daba igual. El alcohol mitigaba el dolor, todos los males se desvanecían. Aparecía tirado en las aceras, perdido en callejones, y ella…Ella limpiaba los vómitos, recibía llamadas de desconocidos para que fuese a buscar a “un ciego borracho”, pasaba noches en vela tratando de darle caza y en su tiempo libre, lloraba. Lloraba sola y sin consuelo por no poder hacer desaparecer el sufrimiento de su marido. “Sé comprensiva, él sufre”, se decía.
Una de esas noches en las que él llega ebrio y ella espera pacientemente discuten. Porque todas las velas se han consumido en la casa y él no es capaz de verlo, y la única manera que tuvo de saber que su mujer lloraba fue con aquel golpe. Ahora sí, se hace el silencio y cambian los papeles. Ella está asustada y él cae al suelo entre lágrimas, consciente del error, ruega perdón. Duermen abrazados hasta que amanece, él palpa la cama y ella no está.
-Te vas, ¿verdad?
-Nos vamos, los dos. Vamos a conseguir que te cures.
-Cariño, no voy a recuperar la vista, ya oíste a los médicos.

-No es la vista de lo que estoy hablando. Puedo ser los ojos de un hombre ciego, pero no la razón de un loco. Y el de la pasada noche, el de las pasadas doscientas noches, no estaba cuerdo. Así que nos vamos. En las maletas sólo hay ropa y libros. Te voy a llevar a oler los bosques de Noruega, que pruebes su miel y sientas su frío en la piel. Que palpes la nieve. Que percibas el viento en un trineo guiado por perros, que adviertas que existe mucha vida más allá de lo que sólo puedas ver. Voy a describirte la aurora boreal con todos los detalles, y a cantarte como es un amanecer a las doce de la noche. Y cuando descubras lo maravillosa que aún es la vida, cuando te sientas con fuerzas para comerte el mundo, volveremos.

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