lunes, 22 de agosto de 2011

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Camina solo, salvo por la compañía de su delgada sombra en el pasillo, cosida a sus pies y terminada en un característico sombrero, antaño elegante. Al menos esta vez ha llegado a tiempo para sentarse en la cabina, en uno de los asientos cuya manta de naranja polvo se deja entrever gracias al infatigable Sol, que convierte aquel espacio en el porche de una casa de alguna película del Oeste, deslumbrando y volviéndolo todo amarillo, ocre, marrón o rojizo.

Se dedicará a observar, como cada día, las historias que rodean el vagón. El hombre amable, de ajado traje verde, antes chillón, ahora callado, con un bigote que, por extrañas razones, hace recordar al de un Grifón. Recogerá las botellas de vidrio que otros han tirado a la basura y, con suerte, disfrutará de otra comida mañana.

En la cabina nº14 probablemente esté Ana, que decora su soledad de negro en memoria al que fue su marido. Y ya son más de 16 años recogiendo el Sol con ese oscuro traje. Ella siempre saluda elevando el mentón hacia el cielo con un sutil movimiento, al tiempo que su sonrisa transmite compasión.

A su derecha está la joven de rizos negros azabache, y sonrisa blanca, que le recuerda a las piedras impecables de canto redondo que recogía en la playa y enfrascaba en cristal, para adornar el salón. Parece ese tipo de mujer que ilumina el mundo al bailar. Ella lee. En cantidades inverosímiles. Cada vez que la encuentra tiene un nuevo libro en las manos, y se sumerge en cada página completamente inconsciente de la presencia de alguien, que le habla, hasta un par de minutos después. Él se fija en que el tamaño de la pupila, carente de función, varía en estas ocasiones.

No muy lejos de ella, está el chico de pecas en las mejillas que la observa desde hace varios años. Innumerables veces ha recorrido el eterno camino hacia el asiento de ella para acabar desviándose, acobardado por el terminar rebelde de sus rizos, hacia el lavabo. Estudian lo mismo. Probablemente estén en la misma clase, pero ella no parece saberlo. Es probable que no sepa ni siquiera que él existe, pues poco llama su atención fuera de los mundos de Julio Verne u otros autores. Lamentablemente, esto seguirá siendo así a menos que el joven dé el paso. Ella no se fijará en sus pecas si no puede leer braille en ellas.

Podría pasarse la vida estudiando las historias de ese viejo tren. Los mochileros que van y vienen, y se indignan en diversos idiomas, los fumadores que se reúnen en los pasillos para dejar su fina estela de humo.

Se ha dado cuenta de que hace ya demasiado tiempo que no asoma toda su cabeza por la ventanilla, que no se ríe como antaño; de pronto ha percibido su vejez, y los años pesan más que nunca sobre su espalda.

Recuerda aquel vagón en un suave color sepia, y su traje y sombrero vuelven a ser elegantes. Tiene pelo en su cabeza, y el tren está en mucho mejores condiciones. Se detiene la maquinaria. Chirrían con escalofriante agudez las ruedas en los raíles. Es su parada, pero no se bajará aquí. Esperará hora y cincuenta minutos más y dejará pasar tres estaciones, con la única finalidad de respirarla.

De pronto vuelve a la realidad. Ya no le gusta nada que no sea ella, su perfume, su risa, los años en los que la veía...y ya han pasado de éstos desde que la inhaló por última vez.

Ahora mira al chico de las pecas, y se ve reflejado en él hace varias décadas. Está sentado, moviendo la pierna; es puro nervio lo que le provoca tan sólo mirar a la joven de los ojos en las manos.

Última parada. Todos se bajan. Ella siempre espera ser la última, no sabe que el joven irá detrás para protegerla. Él aguarda a que se levante para seguirla desde cerca, no es consciente de que ella lleva dos años aspirándolo en silencio.

1 comentario:

  1. Me encanta pequeña, no sabia que ya lo habias colgado :)
    como siempre, genial!
    *Martis

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